La evolución de la vida en nuestro planeta es un fenómeno natural extraordinariamente complejo, no un ensayo científico de variables controladas. Por esa razón no podemos reproducir el proceso a voluntad. La vida es algo mucho más sofisticado que un experimento de laboratorio.
Eso implica que nunca podremos saber con precisión qué hubiera ocurrido si nuestro planeta no dispusiera de algo tan especial como un satélite gigante. Lo que sí podemos es reflexionar sobre las probables implicaciones que la Luna tuvo sobre uno de los más trascendentales momentos de la evolución: la conquista del medio terrestre.
Salir del agua es como cambiar de planeta
Nuestro organismo, como el de cualquier otra especie, come, respira, excreta, defeca y se desplaza de una forma automatizada porque está en su territorio, esto es, vive en un medio al que está naturalmente adaptado. Las especies biológicas hemos evolucionado así, a base de cribar y descartar cualquier novedad evolutiva (mutación) que merme nuestro nivel de adaptación con el entorno y de seleccionar positivamente solo las que lo aumenten o, como mínimo, no interfieran.
Pero si nos sacan de nuestro nicho ecológico y alteran las reglas del juego, todo cambia. Cuando vemos películas que transcurren en el espacio, nos hacemos una ligerísima idea de la cantidad de problemas que los ingenieros tienen que solventar para que sigamos vivos fuera de casa. Si queremos sobrevivir, estamos obligados a cargar con una nave y un traje espacial, es decir, con un sucedáneo de nuestro entorno ecológico a cuestas.
Para los animales acuáticos, salir del agua constituiría un reto equiparable al que nos supondría a los Homo sapiens mudarnos a Saturno. Tendrían que disponer de un traje terrestre que les protegiera de la desecación, de la brutal variación térmica entre el día y la noche o del aplastamiento de sus órganos debido a la gravedad (en tierra no disponen del empuje que tienen en el agua).
Sorprendentemente, esta proeza titánica tuvo lugar en nuestro planeta de forma natural, varias veces y con diferentes protagonistas (artrópodos, moluscos, anélidos y vertebrados, entre otros). Eso sí, contando con un aliado excepcional: las mareas.
Los conquistadores del medio terrestre
La absoluta revolución anatómica, morfológica y fisiológica que supuso la conquista del medio terrestre no fue, como imaginarán, un proceso ni fácil ni rápido. De hecho, de los peces tetrapodomorfos de finales del Devónico –los elpistostegálidos– a las formas verdaderamente terrestres de vertebrados del Carbonífero Inferior transcurrieron unos 25 millones de años (Ma).
Tampoco hubo en este proceso ninguna direccionalidad ni voluntad de conquista. Los protagonistas de este salto evolutivo, sencillamente, se fueron adaptando a las nuevas circunstancias como resultado de la más pura lucha por la supervivencia darwinista en las orillas de los océanos.
Pongámonos en situación y desplacémonos a unos 400 Ma atrás. Miles de organismos marinos sufrían dos veces al día el tormento de verse arrastrados por las mareas hacia territorio hostil. La mayoría de ellos sucumbían cuando se quedaban varados en zonas intermareales mientras esperaban la salvadora nueva subida de la marea. Pero los más afortunados, los raritos con mutaciones que les permitían ser más resistentes a los infiernos de los fangos intermareales, sobrevivieron y continuaron existiendo.
La presión de la competencia intra e interespecífica mantenida a lo largo del tiempo favoreció las formas capacitadas para soportar las inclemencias terrestres durante periodos cada vez más largos hasta que surgieron especies que pudieron sobrevivir indefinidamente en tierra.
Primero fueron vegetales –hace unos 425 Ma– que, gracias a su capacidad fotosintética, no necesitaban material orgánico, ausente en una tierra completamente desprovista de vida.
Algún tiempo después, estas plantas pioneras procuraron la supervivencia a gasterópodos (caracoles) y artrópodos (arañas, miriápodos e insectos), creando los primeros ecosistemas terrestres más o menos estables. Así fue posible que hace unos 365-360 Ma los primeros vertebrados de cuatro patas pudieran tumbarse al sol en las húmedas llanuras pantanosas del Devónico Superior.
La particular importancia de la Luna en las mareas
Sabemos desde hace mucho tiempo que, si bien el Sol engendra mareas, la que lleva la voz cantante es la Luna. La magnitud enorme del satélite terrestre, unida a su proximidad, hacen que la fuerza gravitacional ejercida sobre las aguas sea el doble que la atribuible exclusivamente al Sol.
Su existencia supuso un empujón muy considerable en la conquista de la tierra. Este aceleramiento evolutivo, además, se vio favorecido por el hecho de que en el Devónico la Luna estaba más cerca de la Tierra y las mareas eran sustancialmente más intensas.
De hecho, la investigadora Hannah Byrne y sus colaboradores afirman que la gran masa y ubicación de la Luna suponen circunstancias idóneas para crear amplios rangos mareales y el consiguiente aislamiento de charcos. Hablando en plata, la Luna potenció la creación de refugios de supervivencia en forma de piscinas salvavidas. Esto, a su vez, pudo suponer una presión idónea para favorecer la selección de novedades como las extremidades o las estructuras respiratorias internas en animales varados. Sus novedosos cálculos y algoritmos sugieren que variaciones de marea de más de cuatro metros serían óptimas para favorecer estos procesos. Precisamente, así fueron las que existieron en el área del bloque sur de China, lugar donde se han encontrado una gran cantidad de fósiles de los pioneros vertebrados terrestres.
A partir de ahí, se inauguró un nuevo capítulo en la historia de los vertebrados que posibilitó la aparición, entre otras muchas especies, de la nuestra.
Podríamos concluir, visto lo visto, que los Homo sapiens estamos en deuda con la Luna. No solo es bella. No solo nos ilumina las noches con un romanticismo embaucador. No solo tenemos que agradecerle ser una fuente inagotable de inspiración, poesía, ensoñaciones y enamoramientos. Muy posiblemente, la humanidad le deba al bello satélite su propia existencia.
A. Victoria de Andrés Fernández, Profesora Titular en el Departamento de Biología Animal, Universidad de Málaga
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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