Las tecnologías de la información y la comunicación juegan un papel fundamental en nuestra sociedad, prueba de ello es su gran expansión: mientras en los últimos 50 años la población mundial se ha duplicado, el consumo de dispositivos electrónicos se ha multiplicado por 6 en ese mismo período de tiempo.
Los beneficios de esta revolución tecnológica son claros, sobre todo en la actualidad: la crisis sanitaria provocada por la COVID-19 ha acelerado y consolidado la digitalización de la sociedad.
No obstante, la tecnología no es neutral. Su diseño, la obtención de materias primas para su fabricación, su uso y posterior desecho tienen un grave impacto medioambiental y humano que necesita de nuestra atención para fomentar un consumo sostenible de las pantallas.
Diseño y obsolescencia programada
El impacto medioambiental de los dispositivos electrónicos comienza con su diseño. Este tiende a favorecer la obsolescencia programada, que reduce artificialmente la vida útil de los aparatos con la finalidad de fomentar el consumo. La bombilla eléctrica es el primer caso documentado de aplicación de esta estrategia. En el terreno de los canales de información, Motorola fue pionera en los años 50 al fabricar una de las primeras radios portátiles irreparables.
La obsolescencia planificada ha encontrado en las tecnologías de la comunicación un desarrollo sin igual durante el siglo XXI: en los países desarrollados, el ciclo de vida de un teléfono inteligente se sitúa entre los 18 meses y los 2 años. Esto significa que cada 24 meses 2 800 millones de personas cambian de móvil.
Los ordenadores portátiles y de sobremesa, rúteres, videoconsolas y equipos de televisión pertenecen también a la categoría de productos electrónicos con mayor tasa de reposición.
Extracción de materias primas y fabricación
La producción de las tecnologías de la comunicación está asociada con los llamados minerales de sangre o de conflicto, ya que su explotación sirve para financiar grupos armados. La República Democrática del Congo es un ejemplo ilustrativo de esta problemática.
En 2017, el Parlamento Europeo y el Consejo de la Unión Europea aprobaron un reglamento que entra en vigor en el año 2021 para impedir el acceso de minerales de sangre en la UE. Una medida importante, aunque considerada insuficiente porque se aplica sólo a materias primas y no a productos acabados.
La fabricación de los dispositivos es un proceso complejo que requiere toneladas de agua, químicos y combustible. Por ejemplo, para producir un ordenador de mesa se necesitarían 240 kilos de combustibles, 22 kilos de productos químicos y 1500 litros de agua, casi la misma cantidad de recursos necesarios para fabricar un automóvil. Por otro lado, un equipo informático demanda la utilización de más de 1 000 materiales, muchos de ellos tóxicos.
Unido al impacto medioambiental de la producción de los dispositivos está el humano. Diversas organizaciones han denunciado condiciones laborales abusivas, así como graves riesgos para la salud derivados del manejo de materiales peligrosos sin los equipos de protección correspondientes.
Consumo de las pantallas
El investigador Jörg Becker afirma que sin el uso de internet, Alemania podría ahorrarse el funcionamiento de dos centrales nucleares.
Aunque la creciente digitalización de diversos aspectos de la vida en sociedad es considerada como un proceso beneficioso para el medioambiente, el desarrollo de aplicaciones para las tecnologías de la comunicación y la construcción y funcionamiento de la infraestructura necesaria para su ejecución genera un fuerte consumo energético.
Los dispositivos electrónicos son responsables del 4 % de la emisión de gases de efecto invernadero. En 2025 esta cifra podría situarse en el 8 %. Con la actual tasa de crecimiento, la huella global de carbono de estas tecnologías representaría el 14 % en 2040.
El tráfico de datos supone más de la mitad del impacto medioambiental global de la tecnología digital: representa un 55 % de su consumo energético cada año, con una tasa de crecimiento anual del 25 %. Por ejemplo, en 2018 la visualización de vídeos en internet generó más de 300 toneladas de CO₂ y se estima que plataformas como Netflix y Amazon Prime produjeron tantas emisiones de gases de efecto invernadero como el conjunto de Chile.
Una razón importante para explicar esta fuerte demanda energética son los centros de datos, necesarios para almacenar y transmitir la información, que todavía dependen en buena medida de combustibles fósiles. En Madrid (España), el mayor centro de datos de la región consume tanta energía como una población de 200 000 habitantes.
La basura electrónica
Los residuos electrónicos, consecuencia del consumo desbordante de todo tipo de dispositivos, contienen sustancias tóxicas que sin un tratamiento adecuado pueden ser peligrosas.
De media, se calcula que cada persona genera 6 kg de basura electrónica al año. En 2018 se produjeron mundialmente 44,7 millones de toneladas métricas de este tipo de basura. De ellas, solo un 20 % fue reciclada correctamente. Ese mismo año, se arrojaron 1,7 millones de toneladas de residuos electrónicos junto a desechos orgánicos.
Entre el 50 % y el 80 % de la basura electrónica es exportada ilegalmente a países empobrecidos, habitualmente como ayuda internacional o como bienes usados. La mayoría acaba en vertederos ilegales como Agbogbloshie en Ghana o Guiyu en China.
Una invitación a la reflexión
En síntesis, aunque los beneficios de las nuevas tecnologías son indiscutibles, necesitamos impulsar un consumo reflexivo y crítico. Debemos ser conscientes de la cantidad y la ubicuidad que las pantallas han ido adquiriendo en nuestra vida cotidiana y tomar conciencia sobre su impacto medioambiental y socioeconómico.
Como podemos observar cada día con mayor evidencia, la digitalización tiene una cara que se aleja de la aparente inocencia de los nombres utilizados para referirse a muchas de sus aplicaciones tales como el concepto de nube. La sostenibilidad del entorno digital es un requisito imprescindible para avanzar hacia un equilibrio ecológico y social.
Javier González de Eusebio, Doctorando en Ciencias de la Comunicación, Universidad Rey Juan Carlos; Fernando Tucho, Associate professor, Universidad Rey Juan Carlos y Miguel Vicente, Director del Departamento de Sociología y Trabajo Social, Universidad de Valladolid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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