Los dispositivos tecnológicos se han integrado hasta tal punto en nuestra cotidianidad que algunos los califican de “caballos de Troya del siglo XXI”. Móviles, ordenadores y tabletas forman parte de la rutina diaria de niños, adolescentes, jóvenes y mayores. Estos aparatos se han instalado progresivamente y nos envuelven en una densa red que demanda nuestra atención constante y condiciona la comunicación interpersonal.
El yo digital coexiste en nuestra mente junto al yo analógico. Vivimos en un mundo colonizado por pantallas que nos seducen y nos introducen en una realidad virtual. Esto nos plantea la siguiente pregunta: ¿podemos coexistir con dos identidades?
Al mismo tiempo, participar en este mundo digital parece levantar un muro cada vez más alto con el mundo físico, generando distanciamiento y desencuentro con los demás.
Conectividad y aislamiento
Las relaciones interpersonales por internet tiene un impacto en nuestro comportamiento: en cómo nos vemos, nos sentimos y nos comunicamos. Además, el afán compulsivo por el mundo digital afecta negativamente al desarrollo del lenguaje en los más pequeños.
A pesar de esto, la mayoría de los padres sigue otorgando a sus hijos la potestad de utilizar dispositivos electrónicos, ya sea un móvil, una tableta o una videoconsola.
En España, el uso de las TIC en los hogares con hijos está cada vez más extendido y los datos indican que la conexión a internet es prácticamente universal.
De una manera paradójica, mientras algunos niños tienen “demasiado” acceso a internet a edades muy tempranas, también hay millones de niños que no están beneficiándose de las ventajas de internet.
Por ejemplo en América Latina, estos procesos de transformación digital se generan en un contexto de desigualdad histórica y estructural. Las divisiones digitales también reflejan las brechas económicas predominantes, lo que amplifica las ventajas de los niños de los entornos más ricos y no ofrece oportunidades a los niños más pobres y desfavorecidos.
Lo que está claro es que conectarse a internet cambia la infancia y que los jóvenes (de 15 a 24 años) son el grupo de edad más conectado. En todo el mundo, el 71 % está en línea, en comparación con el 48 % de la población total. Los niños y adolescentes menores de 18 años representan aproximadamente uno de cada tres usuarios de internet en todo el mundo.
Momento clave del desarrollo
Los humanos ampliamos nuestro ámbito de interacción progresivamente: los bebés empiezan a abrirse y a interesarse por lo que sucede a su alrededor entre el sexto mes y primer año de vida. En este momento, la relación que han establecido con sus padres y referentes afectivos les permite empezar a integrar en su mente al otro como si fuese un sujeto interno, con el que puede compartir sus experiencias.
Es entonces cuando emerge la “acción conjunta”: la capacidad de coordinar la atención con otra persona en relación con un objeto o una situación. Esta habilidad le permite al bebé seguir la dirección iniciada por la mirada, un giro de cabeza o un gesto con el dedo realizado por otra persona. Estas conductas en los más pequeños serán cruciales para el desarrollo de la comunicación social.
Este proceso se está viendo afectado por el aumento de menores conectados en línea, que se está produciendo en todos los países del mundo. Aunque la Organización Mundial de la Salud prohíbe la exposición a las pantallas antes de los 2 años, existen dudas razonables sobre si los padres son conscientes de los riesgos que conlleva el uso continuo de los denominados “chupetes digitales”. Estudios recientes de UNICEF nos alertan sobre la violencia silenciada que millones de niños y niñas reciben a través de estos dispositivos en todo el mundo.
Entorno social y desarrollo del lenguaje
Desde la perspectiva de la psicología constructivista de Lev Vygotsky, el desarrollo individual de un ser humano no puede entenderse sin considerar el entorno social. Un aprendiz es un ser insertado en un contexto social, no aislado de la comunidad.
¿Cómo imaginamos actualmente el impacto tecnológico en el desarrollo mental de un aprendiz del siglo XXI? ¿Y qué ocurre con estas teorías consolidadas en el desarrollo de la mente y del intelecto?
El psiquiatra y neurocientífico Manfred Spitzer, dedicado al estudio del cerebro, lleva años alertando sobre los riesgos de las nuevas tecnologías. En Corea del Sur, por ejemplo, se descubrió en 2010 que el 12 % de todos los escolares eran “adictos a Internet”. En este país, hace ya 13 años que surgió el término “demencia digital” para referirse a las consecuencias que puede haber en el cerebro por el uso de los medios tecnológicos porque es como cualquier otro músculo: si se usa, crece, si no, se atrofia.
En el mismo sentido inciden numerosas investigaciones de expertos que alertan sobre los riesgos potenciales en el neurodesarrollo y problemas de aprendizaje asociados al mal uso de las tecnologías. Y uno de los trastornos más comunes que pueden generar las redes tecnosociales es el trastorno del lenguaje, con todas sus implicaciones.
Aportaciones de la neurociencia
Las neurociencias han contribuido de manera significativa al estudio de la patología en el área del lenguaje. Sus investigaciones han clarificado y definido los mecanismos implicados en las funciones cognitivas y lingüísticas. A partir de ellas sabemos que el lenguaje es una función superior del cerebro cuyo desarrollo se sustenta, por un lado, en una estructura anatómica-funcional genéticamente determinada y, por otro, en el estímulo verbal proporcionado por el entorno.
Precisamente, estas estructuras neurológicas son responsables del procesamiento de los sonidos así como de que podamos evocar palabras y conjugar verbos funcionales. La estimulación de esta red neurológica permite adquirir fortalezas lingüísticas para lograr un adecuado desarrollo del lenguaje que tiene relación directa con el entorno social. Pero ¿qué puede ocurrir si la estimulación proviene de un dispositivo tecnológico de manera excesiva e incontrolada?
Es importante tener presente en todo momento que uno de los efectos adversos del uso irresponsable de las tecnologías es que los niños y niñas pueden volverse adictos y dependientes, lo cual puede resultar en un déficit en el lenguaje debido a la falta de comunicación con los demás.
Destrezas digitales
Los padres y madres que deben atender y educar a sus hijos en la era digital se enfrentan a una dicotomía. Por una parte, según destacan algunas investigaciones recientes, los usos ventajosos de internet dependen en gran medida de las habilidades digitales de los ciudadanos. Estos estudios instan a generalizar mejores prácticas y a establecer mecanismos de protección y control de acceso seguro a internet.
Y no cabe duda de que, en este contexto de cambios tecnológicos permanentes, los educadores no pueden cerrar las puertas a la transformación digital. Los menores y los jóvenes deben adquirir y desarrollar competencias digitales para poder afrontar y superar los desafíos de esta era social tan compleja como líquida. Por lo tanto, es necesario educar en alfabetización digital.
Sin embargo, es preciso también establecer límites. Es necesario alejar a los menores del contacto permanente con internet y evitar que acaben dependiendo del manejo y volviéndose adictos a la pantalla, lo cual resulta claramente perjudicial para su neurodesarrollo.
En conclusión, las buenas prácticas en la educación digital representan un gran desafío tanto para las familias como para las instituciones educativas. Saber hacer un uso adecuado de las nuevas tecnologías se vuelve tan relevante como urgente.
Entre tanto, no debemos olvidar la advertencia de uno de los mayores analistas del lenguaje, Ludwig Wittgenstein, cuando afirmaba con claridad y contundencia:
“Los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje”. Tractatus lógico–filosófico.
Intentemos que las tecnologías e internet amplíen nuestro mundo sin limitarlo.
Ana Mónica Chérrez Bermejo, Profesora asociada en facultad de Psicología. Área de conocimiento: Personalidad, Evaluación y Tratamiento Psicológico. Departamento: CIENCIAS DE LA SALUD, Universidad Pública de Navarra
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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