Una disputa estética tiene lugar cuando al menos existen dos opiniones diferentes acerca de una misma obra u objeto de apreciación estética. Por ejemplo, F cree que Arturo Pérez-Reverte es el mejor escritor de su generación, mientras que G, aun reconociendo sus méritos, no considera que merezca tal honor.
¿Tienen solución estas disputas? ¿O diríamos que ambas opiniones son válidas? ¿Son estas diferencias como las que, por ejemplo, podemos resolver recurriendo al VAR cuando dos árbitros disienten con respecto a si un pase ha sido fuera de juego? ¿O son, por el contrario, como las que observamos cuando, al elegir el sabor del helado, uno prefiere el de avellana y otro siempre elige el de pistacho?
Ya en 1757, el filósofo escocés David Hume señalaba en un pequeño ensayo titulado La Norma del Gusto una aparente contradicción entre dos ideas que consideramos igualmente aceptables.
De un lado, solemos recurrir al dicho “sobre gustos no hay nada escrito” –de gustibus non disputandum est– cuando en una disputa estética las partes parecen no llegar a ningún consenso y acaban por reiterar sin más su parecer. De otro, Hume señalaba que parece absurdo negar que existen unos gustos más refinados que otros o que al menos ciertos juicios, como, por ejemplo, que Pérez-Reverte es el Cervantes contemporáneo o que Beethoven no es mejor que C. Tangana, son simplemente absurdos, por más que nos gusten los artistas que nos son más cercanos en el tiempo.
Las dos ideas invocadas por Hume al inicio de su ensayo están en tensión y ello hace que consideremos las disputas estéticas como un caso peculiar. De hecho, no parecen ajustarse bien a ninguno de los dos tipos de debate que hemos mencionado anteriormente.
Por qué nos gusta lo que nos gusta
Cuando hay un descuerdo acerca del valor de una obra o del mérito de un artista no parece que podamos recurrir a una especie de VAR estético que determine si realmente la obra merece el aplauso o la indiferencia. Sin embargo, el conjunto de elementos que sopesamos a la hora de valorar una obra y las discusiones que con frecuencia se generan cuando expresamos nuestro parecer acerca de su calidad no parecen encajar bien con el tipo de indiferencia que sentimos ante el hecho de que a cada uno le guste un sabor de helado.
Si alguien nos dice que Steven Spielberg es mejor director de cine que Stanley Kubrick probablemente diríamos que tiene un gusto kitsch o sentimentaloide, mientras que no vemos nada objetable en el hecho de que alguien prefiera una tarrina de chocolate o pistacho.
Además, las páginas y páginas escritas por críticos de arte describiendo y valorando películas, exposiciones, producciones teatrales o de danza, etc., la selección que los gestores de los museos hacen con vistas a dar conocer las mejores obras de una colección o las recomendaciones de los influencers en las redes sociales indican que no nos comportamos con respecto a las valoraciones estéticas como lo hacemos con otros temas. Si seguimos la opinión de esos referentes es porque pensamos que puede ser acertada y, por tanto, que las obras que seleccionan merecen la pena.
Razonando los gustos
Por otra parte, en las discusiones estéticas hacemos algo más que expresar nuestra opinión. Solemos aportar razones de por qué creemos que la última película de Isabel Coixet no nos parece tan buena como algunas de sus obras anteriores o por qué consideramos que la mejor novela de Herta Müller es Hoy hubiera preferido no encontrarme a mí misma. Señalamos aspectos de la película de Coixet y de la obra de Müller para justificar nuestra posición y para que aquellos que difieren de nuestro juicio vean la obra a la luz de esos aspectos.
También comparamos las obras con otras de géneros o estilos similares o vemos relaciones entre ciertos aspectos de sus respectivos estilos y los de otros cineastas o escritores. El hecho de que demos razones en medio de debates estéticos revela que nuestra valoración se apoya en aspectos que otros podrían considerar relevantes a la hora de juzgar ellos mismos estas obras. De hecho, a veces, nuestra propia opinión acerca de una obra cambia en el curso de estas discusiones al reconocer aspectos que nos habían pasado inadvertidos.
Ahora bien, también es posible que aquellos que están en desacuerdo con nosotros sigan sin estarlo por más razones que les hayamos presentado. Cuando esto sucede, llega un momento en el que no podemos apelar a nada más para convencer a nuestro oponente de que tenemos razón. Como dijera el filósofo L. Wittgenstein (y recopilara G. E. Moore en Las clases de Wittgenstein durante el periodo 1930-1933), “si al dar este tipo de ‘razones’ se hace que otra persona ‘vea lo que uno ve’ pero sin embargo esto ‘no le atrae’, ése es ‘un final’ de la discusión”.
Por este carácter peculiar de las disputas estéticas a veces se dice que son irresolubles. Si no tenemos nada objetivo que determine si algo realmente merece nuestro reconocimiento y si, además, admitimos que puede llegar un momento en la discusión en la que no podamos aportar más razones para convencer a nuestro oponente del mérito de una obra, ¿por qué discutimos? ¿Con qué finalidad? ¿Por qué no tratamos las disputas estéticas como hacemos con las diferentes preferencias en los sabores del helado?
Como hemos señalado, discutir acerca del valor estético de una obra revela nuestro compromiso con la idea de que aquello sobre lo que estamos en desacuerdo no es algo meramente subjetivo –por más que la base de los juicios estéticos sea nuestro sentimiento de placer o disgusto–. Quizás no podamos alcanzar consensos universales con respecto al valor estético de una obra o de un paisaje, pero lo que tenemos en cuenta a la hora de evaluar aquello que nos gusta o no nos gusta revela que en cuestiones estéticas existe un espacio para las razones que no parece pertinente en el caso de los sabores o colores favoritos.
María José Alcaraz León, Profesora Titular Universitaria (Estética y teoría de las artes), Universidad de Murcia
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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