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¿Se pueden acortar los tiempos para desarrollar una vacuna?

¿Se pueden acortar los tiempos para desarrollar una vacuna?

El proceso científico que se lleva a cabo antes de lanzar un nuevo tratamiento debe ofrecer unas garantías muy estrictas en todo lo referente a la salud de los futuros pacientes. Pero, simultáneamente, acelerarlo puede salvar vidas.

Jesús López Fidalgo, Universidad de Navarra

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No soy epidemiólogo, ni inmunólogo, ni microbiólogo. Tan solo soy un simple estadístico. Y basándome precisamente en la estadística –y en el sentido común– quiero lanzar algunas ideas sobre el proceso de gestación de las vacunas contra la covid-19.

Empecemos por una pregunta muy repetida en pandemia: ¿cuánto tiempo hace falta para desarrollar con garantía una vacuna? En los dos últimos años, hemos oído a expertos barajar cifras que iban desde solo un año hasta dos décadas. ¿Quién tiene razón?

Antes de lanzar al público una medicina o una vacuna existe un proceso de investigación que no es fácil predecir en términos temporales, porque a veces la ciencia se desarrolla en periodos intermitentes. Por ejemplo, un tratamiento en el que se ha venido trabajando durante años puede detenerse de repente por falta de financiación, por cese del investigador o investigadora principal, o quizá por falta de interés al desaparecer la necesidad.

En ocasiones, al cabo de un tiempo la investigación se retoma o se utiliza en el desarrollo de otro tratamiento. Y lo que podía parecer un trabajo perdido, de repente acelera el desarrollo de un nuevo tratamiento que resulta crucial en un momento dado.

Volviendo a la covid-19, se suele decir que la ciencia da un salto en periodos de guerra, en los que se crean unas necesidades extremas. No cabe duda de que durante esta pandemia la ciencia ha dado pasos de gigante debido a la necesidad y a la gravedad de la situación. Se ha publicado una cantidad ingente de artículos científicos relativos al virus. Se podría decir que solo unos pocos han sido decisivos, pero eso no significa que todos los demás sean inútiles o fruto de una ciencia barata, sino todo lo contrario.

En este tiempo la población se ha familiarizado con muchos términos científicos, entre ellos los ensayos clínicos o las cuatro fases de la investigación en el desarrollo de un tratamiento, vacuna en este caso. Y eso nos lo pone bastante fácil para explicar lo que sigue.

Más cabezas pensando, más velocidad

Todo empieza con la investigación básica. Antes de llegar a los ensayos clínicos, es preciso que científicos con experiencia y conocimientos profundos de la enfermedad y la farmacología diseñen un nuevo fármaco o vacuna. Una tarea nada trivial que normalmente implica muchos años de trabajo.

Los tiempos aquí se acortan más cuanta más gente esté investigando en el tema, ya que la probabilidad de obtener buenos resultados aumenta. En particular, en el coronavirus, en sus distintas variedades, se llevaba trabajando desde hacía muchos años. Por lo tanto, no partíamos de cero cuando a principios de 2020 irrumpió la pandemia.

Situémonos ahora en el momento en que tenemos un fármaco diseñado (habitualmente son varios candidatos) y queremos validarlo. El primer paso, lógicamente, es medir la seguridad y la eficacia (Fase I) haciendo pruebas con un grupo de voluntarios sanos.

En la Fase II el objetivo es definir la dosis mínima que funciona y que es completamente segura. Conseguido el objetivo procedemos a los ensayos clínicos a gran escala de la Fase III. Aquí se establecen grupos de tratamiento, que se comparan con grupos control a los que se administra un placebo (o el tratamiento tradicional). Suele hacerse mediante simple o doble ciego, es decir, sin que ni el paciente ni los que conducen el estudio sepan quién recibe tratamiento y quién no. Así se evitan posibles sesgos e interpretaciones subjetivas por parte de los investigadores.

Finalmente, la Fase IV se lleva a cabo tras la comercialización, cuando su uso ya es generalizado. Es este momento cuando se descubren reacciones adversas o nuevos efectos colaterales inesperados, además de estudiar los datos epidemiológicos.

A lo largo de las cuatro fases descritas nos encontramos con problemas éticos que requieren aprobaciones de los correspondientes comités. Son trámites que llevan su tiempo, en parte porque exigen un estudio profundo del tema, en parte por cuestiones burocráticas.

Una vez más, cuanta más gente de esos comités se dedique a estudiar los resultados y las propuestas, más se acortarán los tiempos. Las cuestiones burocráticas también pueden acortarse notablemente sin mermar las garantías. Es una cuestión de la prioridad que se le dé.

No existe el riesgo cero

La estadística relacionada con la toma de decisiones contempla dos riesgos antagónicos. Explicados básicamente, se trata de: a) los riesgos de tomar como positivo lo que realmente es negativo y b) los riesgos de considerar negativo lo que es positivo. Un procedimiento que busque reducir el primer riesgo, habitualmente lleva a aumentar el otro, y viceversa. Por eso no existe el riesgo cero. El riesgo está asociado a la incertidumbre, que siempre está presente.

Me parece muy positivo que todo el mundo entienda, en la medida de lo posible, qué hacemos los científicos. El proceso científico que se lleva a cabo antes de lanzar un nuevo tratamiento, como un fármaco o una vacuna, ha de ofrecer unas garantías muy estrictas en cuanto se refiere a la salud y la vida tanto de los seres humanos como de los animales que participan en la experimentación. Pero el riesgo siempre está ahí.

Es más, podríamos decir que no acaba nunca, puesto que al cabo de bastante tiempo de uso generalizado podrían aparecer efectos secundarios no previstos, algunos incluso beneficiosos. Podemos ofrecer garantías, sí, pero no seguridad absoluta.

Lo que parece obvio es que, cuanto más tiempo pase, mayor es la capacidad de desarrollar mejores fármacos y de conocer mejor sus efectos secundarios. Eso sí, hay que valorar el coste que este retraso puede tener en salvar vidas.

Jesús López Fidalgo, Presidente de la SEIO. Catedrático de Estadística e Investigación Operativa, Universidad de Navarra

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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