Cuando hablamos de cine, tanto expertos como una buena parte del público piensa en obras en forma de largo y olvida las películas breves. Y eso que este arte nace como cortometraje con Salida de los obreros de la fábrica Lumière (Auguste y Louis Lumière, 1895) y que, aunque la brevedad se debiera al estado incipiente de la técnica cinematográfica, cuando se llegó al largometraje, el filme corto no se extinguió, sino que ambos formatos han convivido.
¿Qué es un cortometraje?
Atendiendo a su procedencia etimológica, cortometraje deriva del término francés court-métrage (película breve). Según la RAE, es una “película de corta e imprecisa duración”.
En el siglo XXI las instituciones oficiales europeas gestoras del cine (en España, el Instituto de la Cinematografía y de las Artes Audiovisuales) lo definen por su duración “inferior a sesenta minutos”. Esta limitación correspondía en realidad al mediometraje, dado que el tiempo del filme breve está fijado en menos de 30 minutos. Incluso en el momento presente, aunque los organismos hayan determinado que la extensión no debe superar los 60 minutos, en el mundo del corto, especialmente en los festivales, se requiere que las obras no excedan los 30 minutos. En el mercado estadounidense, la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas (AMPAS) establece una duración máxima de 40 minutos.
Llama la atención la aportación del diccionario Larousse que, además del tiempo, lo relaciona con la longitud del negativo: “Menos de 1 600 metros”.
Al enfocarnos en su naturaleza, desde un punto de vista más ontológico, el filme breve es la piedra angular del séptimo arte. El corto es el “padre del cine, no el hijo” y en virtud de ello muchas trayectorias de cineastas relevantes internacionales de diferentes épocas se han forjado en él (Guy, Weber, Griffith, Chaplin, Keaton, Ford, Capra, Hitchcock, Welles, Rosellini, Deren, Kubrick, Truffaut, Varda, Godard, Polanski, Coppola, Scorsese, Spielberg, Svankmajer, Lynch, Von Trier, Leconte, Kiarostami, Stone, Burton, Moretti, Almodóvar, Kusturica, Bigelow, Campanella, Lee, Tarantino, Cuarón, Amenábar, Martel, Anderson, Iñárritu, Ramsay, Östlund y un largo etcétera).
Podemos recordar aquí también la canónica filmografía de Luis Buñuel a partir de Un perro andaluz, de 1929, (germen de las vanguardias de los años veinte, concretamente del surrealismo) o la importancia que tuvo el formato en el Free Cinema al marcar los orígenes del movimiento. Sin embargo, la película corta no está valorada como se merece.
¿Para qué sirven?
La significación del corto se une a su finalidad. Teniendo en cuenta que el cortometraje permite iniciarse en la praxis cinematográfica, supone un modo experimental de hacer cine, un instrumento de aprendizaje. Javier Fesser lo definía en el documental Cortos infinitos (Ana Cea, 2017) como “un laboratorio de ideas”.
Permite que los directores y las directoras se introduzcan en el oficio del cine. En contraposición, cabe incidir que hay autores y autoras que, tras llegar al largometraje, regresan al corto, alternando ambos formatos. En el caso español, los cineastas que se mueven en esta doble práctica incluyen a Erice, Almodóvar, Coixet, Querejeta, Bollaín, Fesser, Giménez, Sojo, Cobeaga, Sánchez Arévalo, Chapero-Jackson, Simón, Quílez, Sorogoyen…
En este sentido, el cortometraje se aparta de esta concepción de “ensayo” primigenio (escuela de cine) y es tratado como un tipo de filme con un elevado potencial comunicativo, narrativo-expresivo, estético… con entidad propia.
Por otra parte, es imprescindible hacer referencia a la libertad creativa, una característica añorada por los cineastas que, para poder mantenerse en la industria, deben aceptar ciertas imposiciones: crear obras de un determinado género (thriller, comedia) o contratar a intérpretes que exijan las cadenas televisivas, etc. Frente a esto, el cortometraje se aleja de las formas convencionales y adquiere independencia. Este carácter libre va asociado a muchos de los contenidos sociales que habitualmente predominan en él y por ello la película breve ha servido como herramienta para realizar críticas y denuncias. Consecuentemente, el corto es proclive al cine social, vehículo idóneo para sensibilizar al espectador.
En España, históricamente, el cortometraje fue empleado como preludio del largo en las salas (1971-1986), incluso compartió pantalla con el NO-DO hasta 1976, cuando despareció la obligatoriedad de proyectar el noticiario.
El uso como videoclip o spot y su función como paratexto, fragmento o planteamiento de largometraje son reseñables. Un ejemplo sería Not the End (2014), cortometraje a partir del cual los hermanos Esteban Alenda construyeron su primer largo Sin fin (2018).
Otra utilidad es su contribución cultural (elemento patrimonial), ya que ayuda en la visibilización e internacionalización de la industria audiovisual a través de su participación en festivales. Igualmente, es destacable su fin didáctico (recurso educativo), algo que ilustra la iniciativa Aulacorto.
La alternativa más reciente que ha brindado el filme breve es la de promocionar marcas comerciales-empresariales: estrategia branded content. Eso hizo por ejemplo el corto 17 años juntos, realizado por Javier Fesser para ING en 2016.
La actividad del filme breve sigue creciendo: eventos (ED+C); desarrollo de plataformas de difusión-exhibición (YouTube, Vimeo…); creación de empresas productoras y distribuidoras específicas de cortometrajes; elaboración de catálogos autonómicos (Kimuak, Jara, Curts, Film.ar, etc.) y proyectos de mecenazgo.
Asimismo, es preciso hacer hincapié en la aparición de numerosos certámenes de cine dedicados al cortometraje y en la consolidación de los ya existentes.
¿Qué recorrido tienen los cortometrajes?
El recorrido de los cortometrajes se focaliza esencialmente en el circuito de festivales nacionales e internacionales. La vida habitual de un corto oscila entre doce y dieciocho meses, veinticuatro como máximo. Esto se debe principalmente a que los festivales seleccionan la producción anual o la perteneciente al año anterior a la convocatoria, porque prefieren estrenos. Siempre hay excepciones, como Le Vivre Ensemble (José Luis Santos-Pérez, 2017), distribuida por Films on the Road, que se mantuvo en el circuito tres años.
El cortometraje se ha convertido en uno de los mayores fenómenos artísticos contemporáneos y convendría que su vida fuese larga. Para ello habría que reflexionar acerca de sus vías de expansión o reconsiderar las existentes: retorno a las salas –viabilidad constatada con la proyección de la trilogía A contraluz (Eduardo Chapero-Jackson, 2005 -2008) y la exhibición de La voz humana (Pedro Almodóvar, 2020)–; fomento del pago por selección en festivales; generación de nuevos espacios en las cadenas televisivas; aumento de la programación en las plataformas de vídeo a la carta, etc.
Y fundamental sería crear ciclos de cine centrados en el formato, apoyados por las instituciones y los medios o por figuras reconocidas.
Ana Isabel Cea Navas, Profesora en el Área de Comunicación Audiovisual, Universidad de Valladolid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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