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Más allá de borrar las arrugas: las múltiples aplicaciones terapéuticas del bótox

Más allá de borrar las arrugas: las múltiples aplicaciones terapéuticas del bótox

El bótox, una neurotoxina producida una bacteria, es bien conocida por sus aplicaciones estéticas. Sin embargo, poca gente conoce su utilidad para tratar trastornos como la sudoración excesiva, las migrañas o ciertos síntomas de problemas neurológicos.

Quien más quien menos sabe qué es el bótox, nombre comercial de la toxina botulínica tipo A, una neurotoxina producida por la bacteria Clostridium botulinum. En el siglo XIX, el médico alemán Justinus Kerner describió por primera vez sus efectos, y a mediados del siglo XX llegaron los primeros usos terapéuticos del compuesto aislado como relajante muscular y tratamiento del estrabismo.

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Pero no fue hasta los años 90 cuando se observó que al emplearse para tratar espasmos faciales las arrugas también se suavizaban. Así nació la aplicación cosmética y estética del bótox, aprobado en 2002 por la Administración de Alimentos y Medicamentos estadounidense (FDA) para corregir arrugas en el entrecejo. A partir de ese momento, su uso se popularizó enormemente.

Como curiosidad, el tratamiento facial con bótox también puede afectar a la expresión de emociones.

¿Cómo funciona?

La toxina botulínica actúa como un “interruptor” que desconecta temporalmente la comunicación entre las neuronas motoras y los músculos esqueléticos, es decir, aquellos que se contraen de forma voluntaria.

Su mecanismo de acción consiste en destruir unas proteínas clave llamadas SNARE, esenciales para que las neuronas colinérgicas, que utilizan acetilcolina como neurotransmisor, puedan liberar esta sustancia. Al impedir la liberación de acetilcolina, se bloquea la señal que normalmente provocaría la contracción del músculo. Como resultado, es imposible realizar dicha contracción, por mucho que lo intentemos.

Una de las ventajas farmacológicas de ese efecto es que no es permanente: con el tiempo, las neuronas logran regenerar la maquinaria necesaria para liberar neurotransmisores. La función muscular suele recuperarse entre los tres y seis meses posteriores a la administración.

Pero además de su acción sobre la musculatura voluntaria, la toxina botulínica también afecta al sistema nervioso autónomo o visceral, encargado de regular funciones involuntarias como la actividad de la musculatura lisa y la acción secretora de las glándulas. En este sistema también existen neuronas colinérgicas, por lo que ciertos movimientos involuntarios o respuestas exageradas pueden ser controlados mediante la toxina. De ahí su utilidad en el tratamiento de trastornos como la sudoración excesiva, las migrañas o ciertas formas de hiperactividad muscular.

Primeras aplicaciones terapéuticas

De hecho, como apuntábamos al principio del artículo, las primeras aplicaciones aprobadas de la toxina botulínica fueron médicas y no estéticas. En 1989, la FDA autorizó por primera vez la toxina botulínica tipo A (con el nombre comercial de Oculinum) para tratar el estrabismo. Desarrollado por el estrabólogo estadounidense Alan Scott, permite corregir el problema sin cirugía, relajando selectivamente los músculos oculares afectados.

Seguidamente, se aprobó su uso para el blefaroespasmo, trastorno caracterizado por espasmos involuntarios de los párpados que pueden interferir con la visión. Poco después, su uso médico se extendió al tratamiento del espasmo hemifacial, donde un lado de la cara sufre contracciones repetidas e incontrolables.

Estas aplicaciones demostraron que una potente neurotoxina podía utilizarse con eficacia y seguridad. Fue entonces cuando la empresa Allergan adquirió los derechos del producto, lo renombró como Botox y comenzó a investigar otras indicaciones terapéuticas.

Del control de glándulas al alivio del dolor

Pocos años después la toxina botulínica demostró tener un potencial terapéutico mucho más amplio. Se descubrió que no solo permite relajar músculos que se contraen de forma involuntaria, sino que también puede bloquear otras funciones del sistema nervioso, como la transmisión del dolor o el control de ciertas glándulas.

Gracias a estas propiedades, se empezó a utilizar en el tratamiento de la hiperhidrosis (sudoración excesiva), inhibiendo temporalmente las señales nerviosas que estimulan las glándulas sudoríparas. También se autorizó para tratar la vejiga hiperactiva (urgencia constante de orinar), ya que la toxina relaja el músculo de la vejiga y reduce esos episodios.

Otro de los grandes avances fue su aprobación para la migraña crónica. Se aplica en varios puntos de la cabeza y el cuello, lo que reduce tanto la frecuencia como la intensidad de las crisis. Además, se ha convertido en una herramienta muy útil en la rehabilitación neurológica, especialmente para personas con espasticidad muscular causada por afecciones como la parálisis cerebral, el ictus o la esclerosis múltiple, reduciendo la rigidez y mejorando el movimiento.

Recientemente, se ha empezado a utilizar para tratar otros problemas como la sialorrea (salivación excesiva), el bruxismo (rechinar de dientes involuntario) y ciertos trastornos del movimiento como el temblor esencial o algunos tics motores del síndrome de Tourette. Estas cualidades han hecho que la toxina botulínica se consolide como herramienta médica, con aplicaciones en especialidades tan diversas como la neurología, la urología, la rehabilitación o la dermatología.

Riesgos de una toxina mortal

En cualquier caso, los múltiples beneficios de la toxina botulínica no nos deben hacer olvidar que se trata de la toxina biológica más potente que se conoce: unos pocos nanogramos (estamos hablando de cantidades minúsculas) son letales. Pero como dijo el médico y alquimista suizo Paracelso, el veneno está en la dosis, y esta sustancia en dosis bajas es muy útil.

No obstante, su uso indebido puede provocar efectos adversos graves, como parálisis muscular, dificultad para tragar o respirar, visión borrosa e incluso la muerte en casos extremos. Aunque en contextos médicos regulados es muy segura, los riesgos aumentan cuando se aplica en clínicas no autorizadas, por personal sin formación sanitaria o con productos de origen dudoso.

Así, se han documentado casos de intoxicación por toxina botulínica debido a la administración de dosis incorrectas, materiales falsificados o contaminación del producto. Estas prácticas clandestinas han derivado en hospitalizaciones y, aunque raramente, también en fallecimientos. Por ello, es fundamental que cualquier tratamiento se realice en centros acreditados, con profesionales cualificados y con productos aprobados por las autoridades sanitarias.

En conclusión, la toxina botulínica ha recorrido un camino sorprendente: de ser una de las sustancias más tóxicas a convertirse en una herramienta terapéutica y estética de enorme valor. Su capacidad para bloquear de forma temporal la comunicación entre los nervios y los músculos y glándulas permite tratar eficazmente una amplia variedad de enfermedades, desde trastornos neuromusculares hasta afecciones como la migraña crónica, la sudoración excesiva o la vejiga hiperactiva.

Además, sus usos estéticos han revolucionado la forma en que abordamos el envejecimiento facial, ofreciendo resultados visibles sin necesidad de cirugía. Es un gran ejemplo de cómo la humanidad ha conseguido transformar sustancias tóxicas en valiosos recursos medicinales.

Miguel Ángel Huerta Martínez, Investigador Predoctoral en Neurofarmacología del Dolor., Universidad de Granada y Carolina Roza, Profesor e Investigador en Fisiología, UNIR – Universidad Internacional de La Rioja

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.


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