Se acaban de cumplir 25 años desde que se lanzó el primer módulo de la Estación Espacial Internacional (EEI) al espacio. A partir de entonces, y con tan solo dos décadas de investigación, las aplicaciones desarrolladas en el espacio se extienden a muchísimos campos: desde la energía, los materiales o la electrónica, hasta la alimentación, la botánica, la medicina e incluso la industria textil.
Ya se han realizado más de 3 000 experimentos en la EEI. Algunos de ellos han aportado mejores fármacos y tratamientos contra el cáncer, nos han permitido conocer mejor el envejecimiento y contar hoy con materiales únicos para la exploración espacial.
¿Por qué hacer experimentos en el espacio?
Decir que el espacio es un entorno inhóspito sería quedarse corto. Para empezar, el efecto de la gravedad es prácticamente nulo. Además, sin la protección de nuestra atmósfera y su capa de ozono, la radiación representa una grave amenaza, no sólo para los seres vivos, sino también para los equipos electrónicos y las estructuras de la nave. Para hacernos una idea, los astronautas que pasan seis meses en el espacio están expuestos a una radiación equivalente a unas 1 000 radiografías de tórax.
Pero estas condiciones tan peligrosas y distintas también nos ofrecen muchas ventajas, permitiéndonos estudiar fenómenos que serían impensables en tierra firme.
La mayoría de los procesos físicos o biológicos a los que estamos acostumbrados dependen de la gravedad y las condiciones terrestres, por lo que funcionan de manera completamente distinta en el espacio.
¿Se pueden freír patatas en la EEI?
Procesos como la convección (ascenso del calor y descenso del frío) o la flotabilidad ni siquiera existen. Esto puede hacer que algo tan sencillo como freír unas patatas en la EEI se pueda volver complicado.
Pero podemos estar tranquilos, la Agencia Espacial Europea (ESA) ha realizado varios experimentos en ingravidez utilizando cámaras de alta resolución para analizar las burbujas del aceite y las patatas. Ha concluido que ¡es posible freír patatas en el espacio!
Aunque pueda parecer una tontería, esta investigación puede ser de gran ayuda en varios campos. Por ejemplo, en la producción de hidrógeno a partir de energía solar.
El éxito de los metales amorfos
Uno de los grandes logros de la investigación espacial en ciencia de materiales ha sido el desarrollo de los llamados bulk metallic glasses (BMG) o metales amorfos.
Mientras que la mayoría de las aleaciones convencionales (como el acero, el aluminio o el titanio) presentan una estructura atómica muy ordenada, los átomos de los BMG no siguen una estructura ordenada y cristalina, y se producen gracias al enfriamiento del metal en estado líquido por vitrificación. Su estructura les permite tener una gran resistencia y dureza, pero a la vez una baja temperatura de fusión, facilitando la fabricación de piezas duraderas y reflectantes.
Uno de los BMG más utilizados en la industria es el Vitreloy 106, una aleación hecha de circonio, niobio, cobre, níquel y aluminio.
En 2001, esta aleación se utilizó en la misión Génesis de la NASA para recoger muestras de viento solar (partículas cargadas que se liberan desde el Sol y causan fenómenos como las auroras).
Tras completar la misión, la sonda se estrelló debido a un fallo en el paracaídas. Las piezas fabricadas con Vitreloy 106 fueron de las pocas en sobrevivir al impacto, permitiéndonos resolver algunas incógnitas fundamentales sobre el viento solar.
Fármacos contra el cáncer
El entorno espacial también ofrece grandes oportunidades para otros campos, como el diseño y desarrollo de nuevos fármacos.
Algunas compañías farmacéuticas utilizan los laboratorios de la EEI para estudiar y comprender los procesos de cristalización de algunos medicamentos (por ejemplo, el pembrolizumab, un fármaco para el tratamiento del cáncer) para poder mejorar su fabricación.
Las células de nuestro cuerpo también se comportan de manera distinta en el espacio.
Entre otras consecuencias, los astronautas suelen sufrir pérdida de masa muscular y ósea, y su sistema inmunitario se debilita. Estos síntomas se parecen mucho a los efectos que todos sufrimos al envejecer. Así pues, la investigación en el espacio nos ayuda a estudiar los efectos del envejecimiento de manera más rápida, facilitando el desarrollo de nuevos medicamentos o tratamientos.
Algunas células madre, incluso, parecen crecer más rápido en el espacio, lo que abre la puerta a intentar replicar esas condiciones en la Tierra y ayudar al tratamiento de enfermedades como el infarto de corazón.
Además, gracias a los estudios de la NASA y la ESA sobre los efectos de la radiación espacial en los astronautas, y en los llamados microsatélites, regiones de nuestro ADN susceptibles a los daños y mutaciones, podemos comprender mejor las consecuencias de la radioterapia en pacientes de cáncer, o incluso identificar nuevos marcadores y métodos para detectar el cáncer de manera más eficaz.
Plasma contra las infecciones
Otro ejemplo lo encontramos gracias al cosmonauta Sergei Krikalev, que poco imaginaba en 2001 que sus investigaciones sobre plasmas complejos (un estado de la materia muy difícil de conseguir en la Tierra debido a la gravedad) conducirían en la actualidad a mejorar la lucha contra las infecciones bacterianas.
Su investigación en la EEI permitió desarrollar un plasma frío a temperatura ambiente, capaz de destruir patógenos como bacterias, hongos, virus y esporas, sin afectar de manera alguna a nuestras propias células.
Gracias a este descubrimiento, la empresa Terraplasma Medical está desarrollando actualmente dispositivos portátiles de plasma frío para el tratamiento de infecciones en la piel y en heridas.
Aunque se prevé que la EEI deje de utilizarse en 2030, el espacio seguirá ofreciéndonos un inmenso laboratorio en el que seguir investigando. No sólo para continuar con nuestro afán de explorar el vasto universo que nos rodea o colonizar nuevos planetas, sino, sobre todo, y más importante, para mejorar la vida de los terrícolas.
Jesús Ordoño Fernández, Investigador postdoctoral, Ingeniería de Tejidos y Biomateriales, IMDEA MATERIALES
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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