La visión científica del mundo ha hecho grandes contribuciones al florecimiento de la humanidad. Pero a medida que la ciencia se adentra en territorios que antes estaban en manos de la religión –intentando responder a preguntas sobre los orígenes del universo, la vida y la conciencia–, la comunicación científica suele ofrecer una imagen bastante pesimista del mundo.
Veamos algunos ejemplos. Un artículo en New Scientist afirma que nuestra percepción de que los perros nos quieren puede ser una ilusión. El físico Brian Greene ve el destino final de la humanidad en la desaparición del sistema solar. El escritor Yuval Noah Harari, en su exitoso libro Sapiens, postula que la vida no tiene un significado inherente. El filósofo David Benatar llega a afirmar que nacer es algo malo.
Es posible que los propios científicos no consideren pesimista la visión del universo presentada anteriormente. Sin embargo, esto puede ponerles en conflicto con muchas cosas que la humanidad valora –o ha evolucionado para valorar–, como el sentido, el propósito y el libre albedrío.
El principio copernicano
Una función esencial de la comunicación científica es movilizar a la gente para que actúe contra algunos de los problemas más acuciantes de la humanidad: pensemos en la pandemia de covid-19 o en el cambio climático.
Sin embargo, a diferencia de la mayoría de la gente, los científicos y divulgadores científicos tienden a menudo a pensar que los humanos no somos en cierto sentido nada especial. Esta idea se conoce como el principio copernicano.
El principio copernicano (llamado así por el astrónomo Nicolás Copérnico, que se dio cuenta de que la Tierra gira alrededor del Sol) sostiene que los humanos no somos observadores especiales del universo en comparación con otros seres que puedan existir en otros lugares.
Yendo más lejos, el principio se ha extrapolado para significar que cualquier intento de atribuir sentido a la vida humana o de implicar que hay algo excepcional en las relaciones humanas queda fuera del ámbito de la ciencia. En consecuencia, los seres humanos no tienen un valor único, y cualquier sugerencia en sentido contrario puede desestimarse por no ser científica.
Paradojas de la comunicación científica
Aunque la ciencia no niega la importancia de la felicidad humana y el funcionamiento de la sociedad, no esperaríamos que un físico, por ejemplo, modificara sus teorías de la cosmología para hacerlas más significativas desde el punto de vista psicológico.
Esto nos lleva a dos grandes paradojas sobre las que la comunicación científica intenta a menudo debatirse.
Vivimos en un mundo determinista sin libre albedrío y, sin embargo, debemos elegir aceptar la ciencia y evitar el cambio climático. Y debemos actuar ya.
El universo está destinado a terminar en un vacío muerto y helado, y la vida no tiene sentido. Pero debemos prevenir el cambio climático para que nuestro planeta no se convierta en un vacío muerto y sobrecalentado, y podamos continuar con nuestras vidas sin sentido.
Como consecuencia de estas paradojas, quienes no se alinean con las afirmaciones de la ciencia sobre la naturaleza fundamental del universo pueden no aceptar los argumentos científicos relativos al cambio climático. Si aceptar dejar de utilizar combustibles fósiles va unido a aceptar que la vida no tiene sentido, no es de extrañar que algunos se muestren reacios.
Y lo que es peor, apuntarse a la “ciencia” también puede significar aceptar que tu religión es falsa, tu espiritualidad es una ilusión y tu relación con tu perro se basa en una mentira evolutiva.
Comunicación y creencias científicas
En palabras que a veces se ven en ciertas camisetas, comúnmente atribuidas al astrónomo Neil deGrasse Tyson, “a la ciencia no le importa lo que creas”. Lo que Tyson dijo en realidad fue algo menos combativo: “Lo bueno de la ciencia es que es verdad creas o no en ella”.
Pero si a la ciencia, por su naturaleza racional y objetiva, no puede importarle lo que la gente crea, quizá a la comunicación científica sí debería importarle.
Comparemos la comunicación científica con la comunicación sanitaria, por ejemplo. En la sala de maternidad del hospital Royal North Shore de Sydney figura la palabra “bienvenido” en más de 20 idiomas. En la documentación de admisión se pregunta por la religión para evitar insensibilidades y proporcionar un guía espiritual adecuado en caso necesario.
Los mensajes de salud pública se adaptan a su público basándose en la investigación en antropología sanitaria.
Todo esto se hace para lograr los mejores resultados sanitarios y tratar de crear una asistencia sanitaria centrada en las personas. Y ello a pesar de que a un virus o a una enfermedad crónica poco le importan sus creencias religiosas o espirituales.
Los polos opuestos del debate
Los defensores de la ciencia a menudo se ven a sí mismos envueltos en una batalla contra las fuerzas de la superstición. Una batalla sobre la que el genetista Francis S. Collins asegura que está “eclipsada por los pronunciamientos a alto volumen de quienes ocupan los polos del debate”.
Pero si intentamos utilizar la comunicación científica para hacer del mundo un lugar mejor, no deberíamos dejar que el dramatismo de esta batalla nos distraiga de nuestro objetivo final.
En su lugar, los divulgadores harían bien en adoptar un enfoque más sensible y antropológico de la comunicación científica. Entender lo que la gente valora y cómo llegar a ellos puede ayudar realmente a que los avances de la ciencia hagan del mundo un lugar mejor.
No tenemos por qué cambiar lo que descubre la ciencia, pero quizá tampoco tengamos que decirle a la gente que su vida no tiene sentido en el primer capítulo de un libro de divulgación científica. Como dice Brian Greene, “hemos desarrollado estrategias para hacer frente al conocimiento de nuestra impermanencia” que nos dan esperanza mientras “nos dirigimos hacia la eternidad”.
Chris Ellis, Medical Doctor. Interdisciplinary Lecturer. PhD Student, History and Philosophy of Science, University of Sydney
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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