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El sufrimiento mudo e invisible de los peces

El sufrimiento mudo e invisible de los peces

Los peces no gritan ni lloran, pero pueden sufrir. La ciencia lo ha evidenciado. Y su dolor supone una paradoja silenciosa: cuanto menos vemos u oímos el sufrimiento, más fácil es ignorarlo.

Cada año, más de mil millones de peces son capturados o criados en Europa para el consumo humano. Son parte esencial de la alimentación, de las mesas, supermercados y recetas tradicionales. Sin embargo, a diferencia de otros animales de granja como las vacas, cerdos o gallinas, su bienestar sigue siendo una asignatura pendiente. Y no por falta de consumo, sino por una larga historia de ignorancia y desinterés.

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Lo que la ciencia dice sobre la conciencia en peces

Durante mucho tiempo, se pensó que sentir dolor requería tener una corteza cerebral, como la que tienen los mamíferos. Y como los peces no la tienen, se asumió que no podían sufrir. Pero esta visión ha empezado a cambiar gracias a nuevas investigaciones en neurociencia y comportamiento animal. Hoy sabemos que los peces tienen cerebros distintos, pero no menos complejos. Muchas especies poseen estructuras que, aunque diferentes en forma, cumplen funciones similares a las de los vertebrados superiores. Pero más allá de lo que tienen dentro del cráneo, lo realmente revelador es cómo se comportan.

Por ejemplo, los estudios de la investigadora británica Lynne Sneddon y su equipo han mostrado que truchas arcoíris a las que se les inyecta ácido acético en los labios desarrollan respuestas conductuales duraderas, como frotarse contra superficies duras, pérdida de apetito, inmovilidad y cambios en su comportamiento exploratorio. Sin embargo, lo más revelador es que dichas reacciones disminuyen o desaparecen si se administra un analgésico, lo que sugiere una experiencia modulada de dolor, y no una mera respuesta refleja. Es decir, no solo sentían, sino que esa molestia podía aliviarse.

Además, estudios en peces cebra, tilapias, doradas o cíclidos han demostrado capacidades cognitivas avanzadas. Se ha documentado en ellos aprendizaje por observación, memoria espacial, reconocimiento individual y toma de decisiones estratégicas. Observaciones que apuntan a una vida mental más rica y sensible de lo que tradicionalmente se ha asumido.

En 2011, un equipo de investigadores brasileños expuso peces cebra a distintos tipos de estímulos estresantes para ellos. ¿Qué ocurrió? Los peces comenzaron a evitar zonas abiertas, permanecían inmóviles más tiempo y reducían su actividad. Son cambios de comportamiento similares a los observados en mamíferos con síntomas de ansiedad. Y lo más interesante: esos cambios se mantenían en el tiempo y variaban según la historia individual de cada individuo.

Incluso se ha observado que algunos peces muestran lo que se llama “fiebre emocional”, también conocida como fiebre psicógena o hipertermia, donde aumenta la temperatura corporal debido al estrés emocional y no por una infección o enfermedad. Investigadores de la Universitat Autònoma de Barcelona observaron que peces cebra sometidos a un estrés previo preferían situarse en aguas más cálidas que aquellos sin ese estímulo estresante.

Puede haber conciencia sin corteza

La idea de que la conciencia depende exclusivamente de la corteza cerebral ha sido cuestionada por muchos neurocientíficos en la última década. Se ha demostrado que la conciencia no depende de una estructura específica, sino de redes funcionales que pueden estar presentes en cerebros muy distintos al nuestro. La Declaración de Cambridge sobre la Conciencia, firmada en 2012 por un grupo internacional de neurocientíficos, afirma que muchos animales no humanos, incluidos los peces, probablemente poseen los sustratos neurológicos necesarios para tener experiencias conscientes.

Esto no significa que los peces piensen como nosotros, o que su dolor sea idéntico al dolor humano. Pero sí implica que pueden experimentar sufrimiento de forma significativa para ellos, y por tanto, merecen consideración moral. La conciencia no es un fenómeno exclusivo de primates ni de mamíferos; es una propiedad evolutiva que puede surgir de múltiples formas en la naturaleza.

Si aceptamos esta posibilidad, o si no la descartamos, la pregunta que sigue es inevitable: ¿no deberíamos actuar con cautela y proteger a estos animales como lo hacemos con otros vertebrados?

Un gran vacío legal en Europa

Pese a esta creciente evidencia científica, la legislación europea sigue siendo ambigua y limitada en cuanto al bienestar de los peces. El artículo 13 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea reconoce a los animales como “seres sensibles” y establece que las políticas comunitarias deben tener en cuenta su bienestar. Sin embargo, este reconocimiento se aplica de forma desigual: existen directivas específicas y obligatorias para animales terrestres, pero no para peces.

En el caso de la acuicultura, la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA, por sus siglas en inglés) ha emitido recomendaciones técnicas sobre buenas prácticas durante el transporte y el sacrificio de peces en los años 2009 o 2020, pero estas directrices no tienen carácter vinculante. En otras palabras, los Estados miembros no están obligados legalmente a seguirlas.

Muchos países de la Unión Europea permiten todavía métodos de sacrificio que la comunidad científica considera crueles. Por ejemplo, se sigue utilizando el desangrado sin aturdimiento, la asfixia fuera del agua y métodos mecánicos como el golpe en la cabeza (percussive stunning) que no siempre se aplican correctamente. En algunos casos, los peces pueden tardar minutos o incluso horas en morir, lo cual sería inaceptable en cualquier otro animal de granja.

Esta falta de regulación contrasta con los avances logrados en otros sectores ganaderos. Para cerdos, aves o vacas, existen normas claras y exigibles que prohíben causar sufrimiento innecesario y establecen estándares de manejo. ¿Por qué los peces siguen siendo una excepción?

Un sufrimiento invisible pero real

Parte del problema radica en cómo percibimos a los peces. No emiten sonidos que podamos reconocer como gritos, no expresan emociones en su rostro y habitan un medio físico que nos resulta ajeno. Esta “distancia empática” ha facilitado que su sufrimiento permanezca invisible, tanto para los legisladores como para los consumidores.

Bajo el agua reina lo que podríamos llamar El sonido del silencio, parafraseando la icónica canción de Simon & Garfunkel: una ausencia de voces que defiendan su causa, una indiferencia social y política ante su posible sufrimiento. Pero el hecho de que no escuchemos su dolor no significa que no exista.

Desde un punto de vista biológico, muchas especies de peces poseen sistemas nerviosos complejos, con nociceptores (receptores del dolor), redes neuronales organizadas y capacidades cognitivas que van mucho más allá de la simple supervivencia. Algunos estudios incluso han documentado el uso de herramientas, el reconocimiento de sí mismos en espejos (en algunas especies como el lábrido limpiador) y vínculos sociales duraderos.

La forma en que se sacrifican actualmente muchos peces no resiste un análisis ético. La asfixia fuera del agua, por ejemplo, es uno de los métodos más utilizados, y puede implicar una lenta agonía. Otras prácticas, como el enfriamiento en hielo vivo o la exposición al CO₂, tampoco garantizan una pérdida de consciencia inmediata. Si aplicáramos estos métodos a otros animales de granja serían considerados inaceptables.

Una llamada a la acción

La buena noticia es que no estamos obligados a seguir ignorando este problema. Hay soluciones técnicas disponibles para reducir el sufrimiento, como sistemas de aturdimiento eléctrico o mecánico adecuados, mejores prácticas en transporte y estándares de manejo más humanos. Solo falta voluntad política y presión social.

Ante esta situación, muchos expertos en ética animal, neurociencia y bienestar están reclamando un cambio legislativo urgente. Instituciones como el FishEthoGroup, el Eurogroup for Animals o Compassion in World Farming han lanzado campañas públicas para exigir a la Unión Europea que legisle sobre el bienestar de los peces.

Implementar estas medidas no solo es una cuestión de ética, sino también de sostenibilidad y salud pública. El sufrimiento previo al sacrificio influye en la calidad del producto final: un pez estresado libera más cortisol, lo que afecta la textura y el sabor de su carne. Además, los consumidores están cada vez más informados y preocupados por el origen ético de los alimentos.

La ciencia ya ha hecho su parte: ha demostrado que muchos peces son seres sintientes, con capacidades cognitivas y emocionales que no pueden ser ignoradas. Ahora le toca a la política responder. Mientras tanto, cada uno de nosotros, como ciudadanos y consumidores, también puede tomar decisiones más informadas: exigir transparencia, apoyar la investigación y elegir prácticas alimentarias más responsables. La pregunta fundamental no es si pueden sufrir sino por qué seguimos actuando como si no lo hicieran.

Es hora de que las leyes reflejen lo que la ciencia ya ha demostrado. Y también es hora de que, como ciudadanos y consumidores, empecemos a escuchar ese silencio bajo el agua.

Rubén Bermejo Poza, Profesor Ayudante Doctor en el Departamento de Producción Animal UCM, Universidad Complutense de Madrid y Roberto González Garoz, Docente e investigador en producción y bienestar animal, Universidad Complutense de Madrid

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.


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