María Dosil-Santamaría, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea; Amaia Eiguren Munitis, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea; Israel Alonso, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea; Maitane Picaza Gorrotxategi, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea; Miren Nekane Beloki Arizti, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea; Naiara Berasategui Sancho, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea y Naiara Ozamiz Etxebarria, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
Cada vez son más los casos de niños, niñas y adolescentes que muestran en su comportamiento agresividad, inestabilidad y que llegan a cometer delitos.
Hacer frente a esta situación exige tener en cuenta diferentes factores de riesgo que afectan de una manera diferente a cada persona. Factores relacionados con entornos sociales desfavorables, estilos educativos familiares no adecuados o problemas de salud mental dibujan un escenario complejo, que pide un tratamiento interdisciplinar.
Estas conductas son también reflejo de una sociedad en la que este colectivo es objeto de incomprensión y exclusión. Una sociedad que se caracteriza por la necesidad de obtener una recompensa inmediata, la poca tolerancia al malestar y a la autoridad, y el individualismo.
Fragilidad emocional: el origen
Cada vez hay más adolescentes emocionalmente frágiles. Esta fragilidad puede acabar convirtiéndose en irritabilidad, agresividad, dificultad para establecer vínculos afectivos e impulsividad; y también derivar en el aumento de las conductas antisociales.
En muchas ocasiones los niños, niñas y adolescentes que tienen este tipo de conductas provienen de familias multiproblemáticas y que no han sido capaces de posibilitar un entorno educativo y seguro. Su conducta incluye actos que hacen daño a los demás, muchas veces en forma de agresión, o que violan las normas sociales y los derechos de los demás.
Tipos de comportamiento
Como plantea el psicólogo Benito de la Iglesia, los niños, niñas y adolescentes que sufren estos trastornos se encolerizan, no pueden controlar sus impulsos, discuten con los adultos y les desafían, negándose a cumplir sus órdenes o las normas establecidas.
Se enfrentan una y otra vez a las personas que les cuidan y a cualquier educador o educadora que ponga límites a su tendencia a hacer lo que desea en cada momento. Molestan deliberadamente a sus compañeros y compañeras y, encima, les acusan a menudo de sus errores o mal comportamiento.
Pero para este autor es importante profundizar y comprender las causas que provocan estos comportamientos. Para que se reduzcan o desaparezcan es necesario prevenirlos e intervenir en ellos.
Niveles de intervención
Otros factores de riesgo que contribuyen a estas conductas son el absentismo y el fracaso escolar, el consumo abusivo de sustancias y la adicción a las redes sociales.
En muchos de estos casos nos encontramos con conductas violentas tanto hacia su persona como hacia los demás. Son comportamientos que influyen en las personas que los rodean, ya sean tutores, padres, madres, profesorado, amistades u otras personas que tengan en su círculo cercano.
Se trata por tanto, de un problema social que hay que abordar desde los diferentes niveles: instituciones, comunidad, familia, escuela, educadores.
Infancia y adolescencia: momentos clave
La infancia y la adolescencia son momentos clave para trabajar los comportamientos delictivos y la agresividad. Los comportamientos característicos de este trastorno de conducta suelen manifestarse antes de los 15 años.
Muchas veces existen antecedentes familiares o han sido víctimas de maltrato o de abandono durante la infancia. Además, normalmente suelen vivir en ambientes de inestabilidad, violencia o con estilos educativos familiares de escasa comunicación, baja estimulación de las habilidades emocionales y falta de un marco claro de normas de conducta.
Tanto la infancia como la adolescencia son épocas cruciales en las que las vivencias impactan directamente en la personalidad y la identidad. Por eso, hay que trabajar las situaciones conflictivas que surgen en esta época para que sus efectos no sean irreparables.
Una vez establecidas, este tipo de conductas no suelen tener muy buen pronóstico y tienden a agravarse al llegar a la edad adulta y derivar en problemas con la justicia o de salud mental. Por eso es tan importante su prevención en los primeros años de vida.
El papel de los educadores y las educadoras sociales
Los educadores y las educadoras sociales ocupan un lugar imprescindible a la hora de poner en marcha intervenciones en diferentes ámbitos, ya que sean asociaciones, residencias u otros dispositivos de participación para las personas menores de edad.
En estos ámbitos, los educadores y las educadoras se encuentran con personas menores de edad más vulnerables, con realidades mutiproblemáticas y más factores de riesgo que muestra general de personas menores de edad. Muchas veces estas personas provienen de familias desestructuradas, han estado expuestas a la violencia, tienen problemas de conducta, déficits afectivos, enfermedades mentales, experiencias previas de abuso, psicopatologías, personalidad antisocial, actitudes que favorecen la violencia, relaciones de noviazgo violentas y factores situacionales, como el consumo de alcohol o drogas, ansiedad y estrés.
Los estudios previos constatan la necesidad de profundizar en la intervención con estas personas menores de edad bajo acogimiento residencial. Las características de este colectivo lo hacen más vulnerable. Por esta razón la figura de educador/a social tiene un papel de acompañamiento imprescindible y necesario, ya que colabora en el desarrollo cognitivo y emocional además de en su proceso madurativo desde una perspectiva comunitaria.
Esta figura profesional puede diagnosticar posibles dificultades de las personas menores de edad en el ámbito socioeducativo y ayudar a superarlas con métodos sociales y educativos. Siempre en coordinación con otros agentes profesionales como docentes, agentes sociales…
¿Qué herramientas hacen falta?
Para aprender a actuar ante estas situaciones hay que adquirir herramientas y habilidades sociales básicas: necesitamos acercarnos de la manera adecuada a estas personas, y establecer paulatinamente una relación de confianza.
En ocasiones, las personas profesionales de la educación social se ven desbordadas ante casos muy complejos y aparece el síndrome del quemado, con el estrés, la ansiedad, la depresión o los síntomas psicosomáticos que le acompañan.
Su formación debe ser específica y científica en el proceso de vínculo y acompañamiento. También en el abordaje saludable de estas situaciones críticas de violencia y en la generación de contextos educativos que las prevengan. Y en competencias para el cuidado de la salud propia y la prevención del desgaste ante estas situaciones estresantes.
Un máster específico
La Universidad del País Vasco (UPV-EHU) realizará la primera edición de un máster para desarrollar competencias en la acción socioeducativa con adolescentes y jóvenes en riesgo y conflicto social.
En este máster, profesionales que trabajan en diferentes áreas formarán a profesionales de la educación social desde una mirada multidisciplinar. Ofrecerán estrategias psicoeducativas para el afrontamiento de conductas violentas y antisociales, y habilidades para posibilitar un acompañamiento y vínculo educativo adecuado.
También conocerán técnicas de intervención con jóvenes vulnerables en riesgo y conflicto social desde un modelo de vinculación emocional validante que se está llevando a cabo en diferentes recursos.
Creemos que es un aprendizaje necesario para que las personas profesionales mejoren su práctica y ayuden a que niños, niñas y adolescentes puedan mejorar su calidad de vida que logre en sinergia una transformación social.
María Dosil-Santamaría, Profesora en el Departamento de Ciencias de la Educación en el área de Métodos de Investigación y Diagnóstico en Educación, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea; Amaia Eiguren Munitis, Docente del departamento de Didáctica y Organización Escolar. Facultad de Educación de Bilbao, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea; Israel Alonso, profesor en el departamento de Didáctica y Organización Escolar en la Facultad de Educación, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea; Maitane Picaza Gorrotxategi, Doctora en educación, Departamento de Didáctica y Organización Escolar, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea; Miren Nekane Beloki Arizti, Profesora en el Departamento de Sociología y Trabajo Social, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea; Naiara Berasategui Sancho, Profesora en el Departamento de Didáctica y Organización escolar, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea y Naiara Ozamiz Etxebarria, Profesora adjunta en el Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Facultad de Educación, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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