Cuenta la mitología griega que no pocos dioses y semidioses díscolos fueron expulsados del Olimpo y condenados a vivir y a morir como simples humanos. No consta que Zeus humanizase al dios Éter, personificación de la luz, pero los físicos sí que lo hemos hecho.
La ciencia conquistó la luz, el nexo entre la naturaleza y el alma, entre Physis y Psique. Necesitamos tanto la luz como el oxígeno que respiramos: también nos alimentamos de luz.
Cómo crear luz
En el mundo de los mortales, si agitamos una partícula con carga eléctrica de arriba abajo, podremos mover otras cargas a cierta distancia. La onda electromagnética que acabamos de crear transporta la energía necesaria para conseguirlo.
Esta energía aumenta si aumenta la frecuencia con la que agitamos, y llega un momento en que comienzan a producirse extraños efectos: a 2 400 millones de sacudidas por segundo (técnicamente denominadas hertzios), la onda es capaz de calentar el agua y a 100 billones de hertzios, transportará una cantidad de calor perceptible por el ser humano. Pero al agitar un electrón 400 billones de veces por segundo, producimos algo más que ondas: creamos color, pasión, alegría, tristeza, poesía… creamos luz.
A diferencia de otros fenómenos inherentes a la vida humana, como la gravedad o la carga eléctrica, el ser humano “dialoga con la luz”. Y lo hace quid pro quo, porque ni nosotros existiríamos sin ella, ni esta estrecha franja de la radiación electromagnética tendría excesivo interés si no fuésemos como somos.
Pero ¿qué es la luz?
Pitágoras creía que la luz era un rayo que salía de los ojos, rebotaba en los objetos y volvía a nosotros proporcionando imágenes. Puede parecer una tontería pero ¿acaso vemos algo cuando cerramos los ojos? No. ¿Estamos seguros de que hay estrellas si no miramos? No banalicemos al padre del teorema de teoremas.
Entre los siglos XVII y comienzos del XX, físicos y matemáticos de la talla de Newton (con quien no era aconsejable polemizar), Maxwell y Einstein dijeron que la luz era un chorro de partículas, luego que una onda y otra vez partículas, hasta que Louis de Broglie zanjó la cuestión: la luz, como el resto de partículas subatómicas, se comporta como una onda y como un chorro de partículas según la situación.
Si hoy reunimos a un físico, a un ingeniero industrial, a otro de telecomunicaciones, a un psicólogo y a un oftalmólogo y les preguntamos qué es la luz, unos dirán que energía, otros que una sensación, otros que una onda electromagnética o un chorro de partículas llamadas fotones y, alguno, que una radiación que estimula el ojo humano produciendo complejas reacciones fotoquímicas en la retina. Dejo como ejercicio adivinar a quién correspondería cada respuesta.
¿Qué definición es la buena? Por supuesto, todas. O ninguna. No importa, porque la singularidad de la luz reside en que es el único fenómeno natural que humanizamos poniéndole un traje a medida del ojo humano.
No todas las luces se perciben igual
Cuando merendamos antes de hacer ejercicio, podemos comer desde un plátano hasta una chocolatina. Algo energético que no se haga pesado. Nadie se zampa una hamburguesa con beicon, mayonesa y huevo frito, aunque sea pequeña y pese lo mismo que un plátano. Sabemos que la fruta y el chocolate tienen azúcares que quemaremos rápidamente al correr, mientas que el beicon tiene mucha grasa que tarda en quemarse y produce digestiones pesadas sin energía a corto plazo. En otras palabras: no todos los alimentos aprovechan igual a nuestro cuerpo.
Pues por raro que parezca, al ojo humano le sucede lo mismo: no todas las luces le aprovechan igual. Una luz verde pistacho se percibe más eficientemente que otra morada o roja: necesitamos más energía de estas últimas para tener la misma sensación visual que con la verde chillona.
Por esa razón, el luxómetro de nuestro móvil incorpora un programa que imita la respuesta del ojo humano dando más peso a unas luces que a otras: ¡nuestro luxómetro está humanizado! Y como él, otros aparatos que trabajan con luz para aplicaciones visuales.
Ojo de día, ojo de noche
Hemos dicho que percibimos mejor el verde pistacho que el morado. Maticemos: esto ocurre solo en condiciones de alta luminosidad (generalmente diurnas). En la oscuridad resaltan más los tonos azulados, aunque no distingamos el color en sí.
Es el efecto Purkinje y se debe a que los conos (células de la retina encargadas de la visión a alta luminosidad) y bastones (sus homólogas de las tinieblas) tienen distintas características. El paso de conos a bastones al descender bruscamente la luminosidad es un problema económico y de seguridad vial de primera magnitud.
Pero no solo tenemos ojos para ver. Nuestra retina también tiene células fotorreceptoras que no producen sensaciones visuales, sino efectos fisiológicos con importantes consecuencias físicas y psicológicas.
En la salud y el estado de ánimo
Estas “vías no visuales”, que poco tienen que ver con lo que llamamos “visión”, determinan cómo la luz afecta a nuestras emociones, bienestar, salud y felicidad. Si trabajamos a deshoras con luz intensa y fría, además del incómodo deslumbramiento, nuestro organismo liberará cortisol y no segregará melatonina, lo que produce estrés, precipitación y, de repetirse de manera habitual a lo largo del tiempo, graves problemas de salud.
Aunque se trabaja activamente en aprovechar los efectos no visuales para mejorar la productividad, la ergonomía, la seguridad en el trabajo, aún queda un largo camino hasta controlar plenamente otros factores y estados emocionales mediante la iluminación.
En definitiva, somos como somos porque lo que llamamos “luz” es como es. No existe un ser humano que no sepa, consciente o inconscientemente, que su vida, su estado de ánimo, su felicidad, su salud y su rendimiento dependen de la luz. Y esto nos ha llevado a medirla en base a patrones fisiológicos y psicológicos, es decir, a humanizarla. Algo único en física.
Ahora sí, cuando contemplemos un cielo azul y nos sintamos optimistas, ya no será casualidad, sino fruto del idilio que Physis y Psique viven dentro de nosotros desde que decidimos humanizar a Éter.
Antonio Manuel Peña García, Catedrático del Área de Ingeniería Eléctrica, Universidad de Granada
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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