Durante los últimos años asistimos a una curiosa competición entre Júpiter y Saturno por ver cuál de los dos es el planeta que posee mayor número de satélites. En 2019 Saturno arrebató a Júpiter la primera plaza contabilizando un total de 83 lunas. Sin embargo, a principios de 2023, en diferentes circulares del Centro de Planetas Menores de la Unión Astronómica Internacional, se comunicaban 15 nuevas lunas de Júpiter que lo aupaban de nuevo a la primera posición con 95 satélites.
Pero poco le ha durado la alegría al gigante gaseoso. En mayo de 2023, 63 nuevos satélites pasaron a engrosar oficialmente la lista de Saturno que, con 146 lunas, lidera de manera indiscutible el ranking, contando en estos momentos con más lunas que el resto de planetas juntos.
Veremos lo que sucederá en el futuro, pues Scott Sheppard, que ha descubierto junto con su equipo más de 70 de las lunas de Júpiter, ya ha anunciado que están a la caza de nuevos candidatos y que pronto pasará a tener más de 100 conocidas.
Amantes y descendientes de Zeus y de titanes grecorromanos
Estos nuevos satélites y otros muchos antes descubiertos, siempre que tengan un tamaño superior a un kilómetro, quedan a la espera de recibir un nombre, según las reglas establecidas por el Grupo de Trabajo para la Nomenclatura del Sistema Planetario (WGPSN por sus siglas en inglés).
En el caso de las lunas de Júpiter, deberán llevar el nombre de amantes y descendientes de Zeus/Júpiter. Por su parte, las lunas de Saturno llevarán el nombre de los titanes grecorromanos, sus descendientes o de gigantes de la mitología grecorromana, gala, nórdica o inuit, según sean las características de su órbita.
Y mientras tanto, nos preguntamos por qué estos objetos, algunos de ellos de tamaño minúsculo, acabarán recibiendo un nombre mientras nuestra Luna parece no tenerlo.
Para responder a esta pregunta debemos hacer un recorrido por la historia de los nombres de los objetos celestes. Si nos remontamos a los primeros momentos de la civilización, podemos asegurar, sin temor a equivocarnos, que el ser humano sintió la necesidad de cuestionarse la naturaleza de los astros que iluminan la oscuridad de la noche y del astro que domina con su luz la claridad del día. Enseguida creó una mitología alrededor de los más brillantes, que identificó como dioses y, como tales, les dio nombre.
La Luna lucífera, portadora de luz
En el antiguo Egipto la personificación en forma de dios de la Luna era Iah, aunque también Khonsu y Thot eran deidades lunares. En la Grecia antigua, la Luna era Selene, que luego fue Luna para los romanos, añadiéndole el adjetivo lucífera o portadora de luz. Y es ese nombre, Luna con mayúscula, el que seguimos usando para referirnos a nuestro satélite en aquellas lenguas que provienen del latín.
Así, esta aparente falta de nombre no sería causa de confusión de no haber descubierto satélites alrededor de otros planetas que, por similitud, llamamos también lunas, pero ahora con minúscula.
Los cuatro amores ilegítimos de Júpiter
Fue en 1610 cuando Galileo Galilei y Simon Marius observaron cuatro “estrellas” que se movían alrededor de Júpiter: eran los primeros satélites decubiertos. Galileo, en su obra Sidereus Nuncius_, las llamó Astros o Estrellas Mediceas, en honor a la familia de su antiguo pupilo, y posterior mecenas, Cosme II de Médici, gran duque de Toscana. Nunca se refirió a ellos como lunas, ni siquiera como satélites, sino unas veces como estrellas vagantes y otras como planetas.
Por su parte, Simon Marius, quien mantuvo una agria disputa con Galileo sobre la prioridad del descubrimiento, en su obra Mundus Jovialis_ (de 1614) propone múltiples nombres para estos cuatro nuevos “planetas”. Tras una larga disquisición sobre cómo deberían denominarse, sugiere los nombres de cuatro amores ilegítimos de Júpiter: Io, Europa, Ganímedes y Calisto. Al final no hubo un consenso y se convino en denominarlos Júpiter I, II, III y IV, según su cercanía al planeta.
Las cosas cambiaron un poco cuando Christiaan Huygens descubrió en 1655 un objeto orbitando alrededor de Saturno al que se refirió como Luna Saturni, por analogía a nuestro satélite. A partir de entonces empezó a emplearse el término luna como sinónimo de satélite de un planeta.
Cuando Urano tuvo el nombre de un rey
El descubrimiento de tres nuevos satélites en torno a Saturno por parte de Giovanni Cassini en 1672 y 1684 no se tradujo en la necesidad de buscarles un nombre, sino que estas tres nuevas lunas, junto con la anteriormente descubierta por Huygens, pasaron a denominarse Saturno I, II, III y IV.
En 1781 William Herschel descubrió un nuevo planeta al que llamó Georgium sidus, en honor al rey Jorge III de Inglaterra. Este nombre se usó hasta principios del siglo XIX, cuando Johann Elert Bode sugirió el nombre de Urano, hijo de Saturno, como un nombre más apropiado y con el que ahora lo conocemos.
William Herschel también descubrió nuevos satélites alrededor de Saturno, más cerca del planeta que los ya conocidos. Para referirse a ellos, y evitar tener que cambiar los numerales romanos de los anteriores, sugirió asignar el numeral según la fecha de su descubrimiento, algo que se empezó a aplicar posteriormente, con el descubrimiento de más lunas orbitando alrededor de los planetas gigantes.
Pero el posible detonante que hizo que las lunas de otros planetas tuvieran nombre propio fue el descubrimiento de Neptuno en 1846, a partir de los cálculos realizados por el astrónomo francés Urbain Le Verrier. Aquí se suscitó una gran controversia pues, de manera independiente, John Couch Adams, en Inglaterra, había hecho unos cálculos similares, y los británicos reclamaron también el crédito del descubrimiento.
El cielo libre de patriotismos
Como cuenta Stephen Case, el matemático francés Le Verrier escribió a John Herschel, hijo de William Herschel (y el astrónomo británico más influyente del momento), sugiriéndole que, para conciliar a británicos y franceses, se denominase al planeta descubierto por su padre “Herschel” y al planeta descubierto por él “Le Verrier”.
Esto debió causarle un verdadero quebradero de cabeza a John Herschel, que pensaba que el cielo debía estar libre de todo nacionalismo o patriotismo. Finalmente, el nuevo planeta descubierto se llamó Neptuno pero, a raíz de esa carta, John Herschel –nunca antes lo había hecho– empieza a referirse a los satélites de Saturno con nombres mitológicos, argumentando que siendo la antigua nomenclatura:
“… en la práctica molesta, y una fuente frecuente de errores y equivocaciones, he usado para mi propia conveniencia… una nomenclatura mitológica, que, sin embargo, no me atrevo a recomendar para la adopción de otros, aunque estoy convencido de que alguna nomenclatura distinta de la equívoca en uso actual será necesaria para todos los que observen estos cuerpos”.
A partir de este momento, es habitual el uso de nombres mitológicos para referirse a las lunas de Saturno y se rescatan los nombres propuestos por Simon Marius para las de Júpiter. Para los satélites de Urano se usaron nombres de personajes de las obras Shakespeare y del poema de Alexander Pope The Rape of the Lock.
Así las cosas, se empezó a crear cierta confusión, al haber diferentes denominaciones para un mismo objeto. Con la creación en 1919 de la Unión Astronómica Internacional, se establecieron reglas para la correcta denominación de los objetos celestes. Desde entonces, y aunque sigue en vigor la designación de los satélites por su numeral romano, cada uno de ellos tiene un nombre oficial por el cuál es conocido, y en el caso de nuestro satélite su nombre es Luna.
Víctor Lanchares Barrasa, Profesor de Matemática Aplicada, Universidad de La Rioja
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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