El acto de escribir encarna una de las cualidades fundamentales del ser humano. Quien escribe construye un objeto compuesto de palabras. Se asemeja en lo intelectual a lo que la artesanía representa para las labores manuales.
Habida cuenta de los riesgos para la escritura nacidos al amparo de la inteligencia artificial (IA), ¿se podría reivindicar una artesanía de la escritura?
La escritura algorítmica
Buena parte de la escritura ya se somete al redil de la automatización. La estandarización forma parte de la rutina de escribir. Al igual que utilizamos estructuras repetitivas y gramaticalizadas en el lenguaje hablado, el escrito se nutre de esquemas formalizadores.
Quizás quienes temen la progresiva homogeneización de la escritura debida a la IA olvidan la tendencia al formateo de los textos. En este sentido, cabe preguntarse si la remisión a formas algorítmicas de escritura no es ya una realidad. O incluso lo ha sido siempre, no solamente en ámbitos puramente funcionales, como boletines oficiales u otros textos administrativos, sino también en otros campos más creativos.
Por ejemplo, en obras literarias y guiones cuyo estilo y tramas siguen esquemas prefijados, fórmulas de éxito. O en textos periodísticos y académicos que se suman a patrones ya trillados. Quien así escribe se acomoda a los cauces mecánicos y, en cierto modo, desvirtúa el acto de escribir. Se deja llevar por la inercia de los clichés. Son escrituras eficientes y grises, cuya sustitución a cargo de la IA pasaría quizás desapercibida. ¿Quién podría distinguir un texto escrito por un ser humano de otro escrito por la IA cuando ambos son por igual formateados?
“Pensar como el artesano”
El artesano conoce a la perfección la naturaleza de los materiales con los que trabaja y ha adquirido la destreza necesaria para moldearlos. A partir de ese conocimiento práctico, se sirve de los patrones que ha interiorizado. La artesanía de la escritura es una disposición mental y humanística.
Para Richard Sennett, “pensar como el artesano” es uno de los grandes desafíos en la civilización tecnológica. Supone valorar el aprendizaje y el arduo desarrollo de una habilidad. Aprender a hacer, a escribir lentamente es fuente de autoestima. La recompensa del esfuerzo es, sencillamente, el trabajo bien hecho.
Escribir de manera artesanal se vincula a la experimentación, al error y a la irregularidad. No existe la escritura perfecta. Es un saber práctico de difícil aprendizaje. Enfrentarse a la dificultad es lo propio de la artesanía de la palabra, como quien se querella en el desafío de los lipogramas –textos en los que se omite alguna letra del alfabeto–: Georges Perec escribió su novela El secuestro sin emplear en momento alguno la letra e.
O quizás de la confusión nazcan nuevas significaciones, como el verso de Paul Éluard “la terre est bleue comme une orange” (“la tierra es azul como una naranja”), que es el principio de un poema sobre el amor. La imprevisibilidad y el azar pueden guiar los inciertos senderos de la escritura. Nunca se sabe a ciencia cierta qué ni cómo escribiremos. La artesanía de la escritura recupera el valor del aprendizaje lento.
Sucedáneos de escritura
Los textos generados por IA podrían considerarse sucedáneos de escritura. William Morris advertía sobre los peligros de la incipiente era industrial: “El actual sistema basado en el sucedáneo seguirá haciendo de todos ustedes unas máquinas, como llevan siéndolo desde hace mucho tiempo: comen como máquinas, les atienden como máquinas, les hacen trabajar como máquinas y les desechan como máquinas cuando no pueden seguir funcionando”.
El mercado a buen seguro mediará para producir más textos a menor coste. El progreso no será la producción de mejores escritos, sino el beneficio económico de los pocos que sepan capitalizar las nuevas máquinas de escritura. Si el sucedáneo tiene un menor coste, cabría anticipar sin riesgo de ser catastrofistas que los escritores y escribientes serán desechados si prima el afán de lucro. Serán una excepción precaria a la estandarización industrial, como lo es el artesanado.
Ocurre además que vivimos en una era de saturación de textos. ¿Para qué tantos escritos que son en realidad sucedáneos? Robert Louis Stevenson explicaba que hay una sola regla para la tarea de escribir: “No hay que hacer deprisa nada que se pueda hacer despacio”.
El privilegio de escribir
Al igual que tratar con un ser humano cara a cara viene a ser un lujo, la verdadera escritura humana sería un privilegio, un signo de estatus. ¿Se expandirá la civilización low cost de los textos sucedáneos para quienes que no puedan pagar el acceso a textos producidos por seres humanos? ¿Serán quienes puedan cultivarse en el arte de escribir una nueva élite que ahondará aún más las desigualdades sociales? Si puede escribir por nosotros una máquina, ¿para qué molestarse en un costoso aprendizaje? No sería útil a ojos pragmatistas.
La IA podría elaborar lipogramas como los de Georges Perec en una fracción de segundo, pero sólo serían un vano simulacro de usar y tirar. Es más eficiente, rápido e incluso barato, pero no más humano.
La forma de escribir puede encarnar y proyectar identidades. Como la manera de hablar o de escribir a mano de cada cual, o como una pieza artesanal, la escritura distingue a quien desde la belleza se expresa sin artificio.
José Martí escribía en Mis versos: “Tajos son éstos de mis propias entrañas –mis guerreros–. Ninguno me ha salido recalentado, artificioso, recompuesto, de la mente; sino como las lágrimas salen de los ojos y la sangre sale a borbotones de la herida”. En el espejo de la escritura reflejamos nuestro espíritu.
Los textos generados por IA podrían considerarse sucedáneos que degradan la cultura y empobrecen los vínculos humanos.
El vínculo de la escritura
La escritura no tiene valor sólo por sí misma. El inmenso valor de un texto no recae únicamente en las palabras. También es, a su manera, una forma de vincular a quien lee con quien escribe. Lo crucial es la relación afectiva que se crea entre varias personas.
Escribir es el inicio de una conversación silenciosa; puede ser un acto de pura comunicación, un encuentro de almas separadas en el espacio y en el tiempo, pero reunidas milagrosamente a través de las grafías.
En caso de que la IA pudiera remedar una escritura creativa e incluso lírica, ¿existiría un vínculo afectivo? No hay autor al otro lado, ni siquiera anónimo. Podría ser un engaño por el que se atribuiría a una figura inexistente un formidable texto. Imagino la sospecha que recaería entonces sobre cualquier escrito: ¿procederá de un ser humano o será el resultado de un algoritmo?
Pero una escritura viva es la que hace que quien lee imagine a quien escribió. Y que quien escribe imagine también a su público. Incluso en el caso de la escritura más encerrada, saber que alguien la ha escrito proporciona un hálito de calidez humana. Como imagino las manos del lutier que dieron forma a una guitarra, imagino las manos que esculpieron un bello texto, al artesano de la escritura que ama las palabras, “el dialecto de la vida” como decía Stevenson.
Prefiero soñar que esta forma de escribir perdurará. Y que alguien leerá con admiración versos como los de Chantal Maillard:
“Escribir
para decir el grito
para arrancarlo
para convertirlo
para transformarlo
para desmenuzarlo
para eliminarlo
escribir el dolor
para proyectarlo
para actuar sobre él con la palabra”.
Una versión de este artículo fue publicada originalmente en la revista Telos de Fundación Telefónica.
Antonio Fernández Vicente, Profesor de Teoría de la Comunicación, Universidad de Castilla-La Mancha
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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