En un momento donde las franquicias dominan la cartelera y los estudios apenas se arriesgan fuera del espectro de IPs reconocidas, Apple apuesta por algo que, curiosamente, hoy se siente revolucionario: una película original de gran escala, sin superhéroes ni universo expandido.
F1, dirigida por Joseph Kosinski (Top Gun: Maverick) y protagonizada por Brad Pitt, se posiciona como uno de los proyectos más ambiciosos del cine de acción realista reciente. Pero en medio del vértigo mediático y la fascinación por los motores, surge una pregunta incómoda: ¿es esta película un golpe de innovación o un espejismo glamoroso para llenar un vacío temporal?
La alianza entre Apple Original Films y Warner Bros. para distribuir F1 marca una jugada estratégica que podría definir el modelo de negocio para los próximos años. Apple no sólo quiere hacer cine, quiere demostrar que también puede competir en la gran liga de los eventos cinematográficos. Con un presupuesto estimado de más de 250 millones de dólares, la película se inscribe en la tradición de los llamados «event films», pero con un matiz diferenciador: es una historia original, construida desde cero, sin la red de seguridad que ofrecen los cómics, las novelas o los reboots.
La sinopsis no suena revolucionaria por sí misma: Brad Pitt interpreta a un expiloto retirado que regresa a las pistas para entrenar —y competir junto— a un joven talento interpretado por Damson Idris. Sin embargo, lo que sí promete romper paradigmas es la forma en que está siendo filmada. Kosinski, junto al legendario productor Jerry Bruckheimer, ha diseñado un enfoque visual sin precedentes: las secuencias de carrera están siendo grabadas dentro de autos reales de Fórmula 1, modificados especialmente para incorporar cámaras de cine. Nada de CGI invasivo. Aquí, la acción se vive desde el chasis. Y eso, para los amantes del cine y del automovilismo, es una promesa de adrenalina pura.
Pero más allá del espectáculo, F1 representa algo más profundo: la intención de devolverle al cine su sentido de evento. Durante más de una década, esa categoría ha estado monopolizada por sagas como Avengers, Fast & Furious o Star Wars. La diferencia es que F1 quiere capturar la atención global sin depender del bagaje emocional del pasado. Quiere construir su propia mitología sobre ruedas, sin cameos ni multiversos. Y esa es una apuesta tan valiente como riesgosa.
En términos de mercado, el lanzamiento en salas el 27 de junio de 2025 podría convertirse en un termómetro de la viabilidad de este tipo de producciones en un ecosistema donde el algoritmo dicta los contenidos. La estrategia de Apple —que ha mantenido sus mayores apuestas como Napoleón o Killers of the Flower Moon en el radar de festivales y premios— aquí cambia el enfoque: F1 no se dirige a la crítica, sino al público masivo. Y eso implica competir directamente con el músculo promocional de los grandes estudios tradicionales.
El reto es claro: conectar con una audiencia global que, en muchos casos, ya consume Fórmula 1 como fenómeno cultural gracias al éxito de Drive to Survive en Netflix. Pero el desafío está en traducir esa fascinación serializada al lenguaje del cine. Kosinski tiene la experiencia técnica, Pitt el carisma, y el entorno de producción los recursos. ¿Pero tiene la película el relato necesario para volverse trascendental?
Brad Pitt, que ya ha dejado su huella en el cine deportivo con títulos como Moneyball y Ford v Ferrari (aunque aquí como productor), representa en F1 un tipo de masculinidad crepuscular: el mentor que regresa a la pista con cicatrices, sabiduría y un último impulso competitivo. Su presencia garantiza atractivo intergeneracional, pero también evoca una nostalgia sutil por una forma de hacer cine que priorizaba la experiencia sensorial por encima del análisis. La gran pregunta es si ese modelo todavía funciona.
Kosinski, por su parte, ha demostrado en Oblivion y Top Gun: Maverick que sabe construir mundos visuales sin perder el ritmo emocional. Su cine combina lo técnico con lo visceral, lo inmersivo con lo nostálgico. Y en F1 parece tener la libertad creativa necesaria para empujar los límites de la fotografía en movimiento. De hecho, se ha reportado que parte del rodaje se realiza en eventos reales del circuito de la FIA, lo que añade una capa de realismo que pocas producciones pueden igualar.
Sin embargo, no todo es aceleración. Uno de los riesgos latentes es que F1 caiga en la trampa de la espectacularidad sin alma. El cine de carreras siempre ha tenido una relación ambigua con la emoción: puede ser visualmente electrizante pero narrativamente plano. La clave estará en cómo el guión —coescrito por Ehren Kruger— articula el drama humano más allá del rugido de los motores. La relación entre mentor y aprendiz, el pasado traumático del protagonista y la presión de un mundo hiper mediatizado deberán tener el peso suficiente para sostener la propuesta.
También está el componente industrial. El cine original de alto presupuesto está en peligro de extinción. El fracaso de películas como Amsterdam o The Creator ha sembrado dudas sobre la rentabilidad de estos productos. Pero Apple no juega el mismo juego que los estudios tradicionales: su objetivo no es solo la taquilla, sino consolidar la marca, fidelizar audiencia y demostrar prestigio. Para ellos, F1 es una vitrina. Y esa lógica cambia las reglas.
En un mundo donde el cine parece diseñado por comités de marketing, F1 representa una anomalía emocionante. No por su historia, sino por su existencia misma. Es un recordatorio de que aún hay espacio para películas que apuestan por la fisicidad, por la experiencia de pantalla grande, por el vértigo controlado de una buena historia contada con recursos reales. En tiempos de exceso digital, ver un coche a 300 km/h capturado con una cámara IMAX se vuelve casi revolucionario.
¿Será F1 el comienzo de una nueva era de blockbusters originales o simplemente un respiro elegante en un ecosistema dominado por fórmulas seguras? Eso lo dirá el público. Pero por ahora, su sola existencia ya merece nuestra atención.
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